martes, 18 de mayo de 2010

103 años bajo el mismo baobab




Riendo exclamó que ella no era tan mayor, ¡que su madre aún vivía! Reía tanto que me lo contagió. Luego se acercó otra señora que resultó ser su hermana gemela. Ahora reían aún más. Y yo cada vez más sorprendido. En un lugar donde la esperanza de vida es de 41 años, conocer a dos señoras gemelas de 82, tan joviales, cuya madre aún vivía es como estar ante un milagro. Acabaron invitándome a su casa para conocer a su madre. 

Allí salió ella, una mujer de metro noventa de altura con un porte extraordinario y una expresión de viveza absoluta en todo su cuerpo. En sus manos llevaba tiras de mimbre con las que tejía unas cuerdas. En pleno uso de sus facultades mentales, le explicaron por qué había venido a verla un blanco. Rió, tan simpática como sus hijas, y me invitó a sentarme con ella.

Me contó detalles de una vida sorprendente, llena de superación, supervivencia, rebeldía, transgresión y mucha, mucha fortaleza. Nadie sabía cuántos años tenía porque en esa familia nadie sabía sumar. Echamos cuentas haciéndola recordar. Tuvo su primera hija, con su primer marido, a los dieciséis. De seguir viva, en ese momento hubiera tenido ochenta y siete. Por lo tanto, la buena mujer sumaba la friolera de 103 años. Cuando lo supo se sorprendió mucho:

- ¿Más de cien? -preguntó entre orgullosa e incrédula.
- Pues sí, ¿cuál es el secreto? -pregunté yo bromeando.
- Es por el babobab que hay detrás de la casa -respondió muy seria-. Me protege desde niña.

El adiós de mi casa

Este fue el día que me despedía de la casa más importante de mi vida. La de Los Corrales de Buelna, en Cantabria.

Me di un último paseo por el jardín que quince años antes yo mismo planté. Esos árboles y yo nos vimos crecer.

Cuando iba a cerrar el portón para no volver a abrirlo jamás, me detuve a contemplar la casa sesenta segundos más y este milano surgió de detrás. Reflejos felinos, cámara en mano; así fue su adiós.

Mercado de Nouakchot en Mauritania.

- ¿Cuál es tu sueño?
- Que mis hijas no tengan la vida que he tenido yo.
- Pero parece que te va bien. Vendes pescados muy grandes.
- Ahora sí, porque he aprendido a leer, sumar y restar. Antes sólo podía vender de poco en poco, porque no sabía cuánto me pagaban.
- ¿Tus hijas van a la escuela?
- Ahora sí porque vendo pescados más grandes.
- ¿Tu marido trabaja?
- ¡Mi marido! -se ríe- Me abandonó. Estoy sola con cinco hijos. Pero así estoy mejor. Antes vivíamos en una sola habitación, ahora he podido construir otra más y un baño.
- ¿Cómo lo has conseguido?
- Porque ya se sumar y vendo pescados más grandes.

Al final del camino


Son tantos los caminos que no andamos que a veces me pregunto si en verdad no los recorreremos todos. Eso explicaría que el camino aparece sólo cuando se llega al final. Aunque no lo hace ante nuestros ojos sino a la espalda.

Cuatro mil metros de altura sin echar la vista atrás. Simien Mountain. Etiopía.

Caminar a favor y contra las montañas tiene un efecto hipnótico en la memoria del caminante. También es ascender y descender por la orografía de nuestro interior. El tiempo se dilata y en una semana de sesenta segundos te sientas sobre el tejado de África.