En algún recóndito rincón de nuestra memoria existe un lugar en el que se guarda todo aquello que alguna vez callamos.
Repleto de papeles en blanco, cajas, archivadores, montones que lo llenan todo, desde el techo hasta el suelo, de izquierda a derecha y viceversa. Se nada entre columnas de papeles de inverosímiles texturas; algunos retorcidos sobre si mismos como un capullo en un jardín, otros languideciendo, altivos, tímidos o misteriosos; papeles en blanco.
Es el archivo de lo que no dijimos. En él se pueden encontrar desde la primera palabra -esa que no tiene letras-, hasta la última -ésta que no escribo ahora-. Es un lugar ingrávido en el que sólo se puede bucear, flotar, reposar, buscar y rebuscar. ¿Al encuentro de qué? De vidas que no vivimos, de secretos que no quisimos saber, de verdades que nunca reinaron porque se las mantuvo encerradas, de tesoros perdidos, de anhelos tan profundos como abismos y de sueños tan antiguos como nosotros mismos.
Y es que el silenzio no es la ausencia de palabras, sino de sonidos. Pero las palabras no necesitan del sonido para existir. Ellas simplemente viven.
Una vez alguien dijo algo que nos hizo entender, aunque también hubo silenzios que nos hicieron comprender. Una vez alguien dijo algo que nos hizo llorar, aunque también hubo quién nos arrancó lágrimas sin decir ni mú. Las palabras. No hace falta pronunciarlas para que transmitan las emociones que las hacen nacer.
Si el conjunto de nuestras emociones fuera nuestra vida, entonces todo aquello que callamos es la verdad más íntima de nosotros, tanto, que tantas veces lo negamos y olvidamos.
Todos nuestros silenzios, los que mantuvimos con otras personas y también los que tuvimos con nosotros mismos, muestran la cara del espejo que refleja el alma, nuestro ego, el yo que vive la vida que nuestra conciencia deshecha por imprudente.
Mi silenzio es un yo.
El tuyo es un tú.
Y éste, es un viaje para conocernos tú y yo.
Inspirado en la inspiración de Clara Graziolino
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